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Coser y descoser: el lugar de lo femenino en la filiación
María Elena Dominguez
Montecristo, en su slogan publicitario, sitúa el tema del amor y la venganza. Me centraré aquí en el primer término de dicha dupla. Allí donde la madre liga al hijo con el padre a través del amor ¿De qué modo? Encarnando en su cuerpo el nombre del padre, traduciendo ese nombre -nom- por un no -non)- (Lacan, Seminario 21. 19/3/74).
Paradójicamente en la trama de Montecristo –donde el tema de la filiación se cruza con el cliché romántico de toda telenovela que se precie de tal- es Ramón, un hombre que no es padre, quién introduce una pregunta retórica que nos pone sobre la pista de esa encrucijada –la de la filiación- y la de los lugares parentales que allí se juegan: “¿qué sucede en esta familia [los Lombardo] que los hombres cosen por arriba lo que las mujeres descosen por debajo?”.
Según Lacan, en nuestra época, al anudamiento del nombre del padre se lo sustituye por el orden de hierro proveniente del “ser nombrado para”. Suplencia que repara el error, el lapsus del nudo. Tratamiento reparatorio de esa forclusión que se caracteriza por su rigidez y por situar prontamente a la descendencia en lo social. Es así que ese orden de hierro, que viene de lo real, de lo social hace de “nombre del padre”.
¿Cómo pensar, entonces, dentro de este marco la filiación de la descendencia? ¿Cómo situar la trama generacional si hay degeneración del padre? ¿Cómo instituir la vida y no sólo “nombrar a la cría para”?
Es lo femenino lo que desata, lo que descose ese orden –el de hierro- logrando pasar de la rigidez de la suplencia a un amor ejercitable que hace a la estructuración del sujeto. En efecto, lo femenino deshace el hilván, esa rígida sutura... allí donde una mujer puede ser no-toda madre.
De ahí la importancia de Leticia en esta trama. Ella es la madre de los hijos de Lombardo pero, por sobre todo, es una mujer que no ha dejado de lado lo femenino: donde descose, donde desata esa suplencia, otra salida promueve para su descendencia. Pero también, situaré en ella a una mujer que, devenida madre por el deseo que la une a un hombre, enlaza a sus crías al nombre del padre a través del amor. Aunque intermitentemente, hace lugar a un No!, por amor. Así ella arbitra una vía para introducir la ley del amor.
¿Y el lugar del padre? El padre real, agente de la castración, deviene tal a condición de que el hombre consienta soportar este desdoblamiento femenino. Y ello acontece en aquellos casos en que el lugar de excepción ha quedado preservado y logra operar la castración real.
Pero si hablamos de declinación de la función paterna, ello implica que el padre real se halla en decadencia, en tanto intenta colmarse el lugar de la excepción en una suerte de reciclado posmoderno sin falta y sin pérdida. En esto Montecristo no deja de estar, en ese nudo, en sintonía con la subjetividad de la época.
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